viernes, 14 de noviembre de 2008

Mamá, quiero ser espía

Es el efecto del último libro que me he leído, "The spy who came in from the cold", de John le Carré.
No es una novela profundísima ni renovadora ni una obra maestra de la literatura de todos los tiempos, pero me ha enganchado desde el principio, se lee facilísimamente y he disfrutado sumergiéndome en una historia que no tenía más pretensiones que la de entretener. Punto.
Lo que pasa es que ahora yo también quiero ser espía...
Creo que soy un poco impresionable. Pero sólo un poquito.

PD: Curioseando en Wikipedia he descubierto que no es su nombre real, que es un pseudónimo, vaya, qué decepción, me gusta mucho más que el nombre de verdad...

3 comentarios:

Aniceto Valdivieso dijo...

El título de la entrada me ha recordado a este texto del que te hable:

Mamá, yo quiero ser pilier

Jugar al rugby es como andar en bicicleta: en cuanto empiezas a darle, te acuerdas de cómo iba la cosa. Esto es, agarras el balón en apoyo de una ruptura de tu amigo Blas y viene por el lado ciego un tipo que te vuelve la nariz del otro lado. Afortunadamente, a pesar del cacharrazo, el cerebro trabaja solo, ordena por riguroso orden de prioridad, toma decisiones, comunica mensajes y resuelve actos: no hay dolor, no hay dolor... el baloncito limpio, atrás, ahí sobre la hierba, como un bebé, arropadito como un bebé,, para que lo jueguen los que quedan en pie. Y ahora, cuando se levante toda esta gente que nos ha caído encima, chato, ahora cuando estos ochocientos kilos que nos aplastan se vayan a liarla ocho o diez metros más allá, porque es lo que les gusta, entonces ya miraremos a ver si nos han roto la nariz, nos han derribado el puente sobre el río Kwai o nos han hecho la estética completa con una de esas rajitas que tanto gusto le agregan a las fotos carcelarias de los malevos.

Son apenas tres minutos de partido, del primer partido, del primer amistoso ("en el rugby no hay amistosos; lo único amistoso es el tercer tiempo... y no siempre", les había dicho yo a los chicos, como si ellos no lo supieran); tres minutos y, espera, joder sí... me baja por el caño izquierdo un cosquilleo líquido y eso viscoso que gotea sobre la hierba es lo que es. "¡Señor, cambio por sangre!", grita alguien. Deben de estar hablando de mí. Sí, estoy sangrando. Miro al suelo puesto a cuatro patas, una posición que sólo en un par de situaciones de la vida no resulta patética, y ésta no es una de ellas. Sangre en la hierba. Rojo sobre el verde, como mi camiseta.

Ahora habrá que examinarles las caras mientras me curan. Su cara es mi espejo. Depende de la aprensión de las miradas y los comentarios, uno sabe hasta dónde llega la cosa, más o menos. En el fútbol hubieran salido ya seis ambulancias y 14 personas al campo con camillas, mantas, desfibriladores, la uvimóvil, Vilches el de Hospital Central, el equipo de reanimación, la cánula contra la inversión de la lengua y las botellas de agua para que el resto de los futbolistas se refresquen, que andan deshidratados los pobres. Aquí no hay nada de eso. Uno mismo camina hasta la banda con ese hilo de chapapote saliéndote de las entrañas, y te atiende el Tonono, que es amigo tuyo, hermano diríamos porque ha jugado culo con culo contigo, porque ha repartido algún puñetazo que te correspondía a ti o bien se ha llevado otro que lo mismo, también era tuyo por sorteo... Tonono mira y no afirma, como los facultativos. Pregunta: "¿Te la notas rota?". "Yo creo que no, me parece que es sólo el golpe". Un placaje mal medido; o muy bien medido, según como se mire. El hombro golpea el cuerpo, al modo reglamentario, sí, pero ningún árbitro suele fijarse dónde golpean brazos o antebrazos en el momento del impacto. Y son un arma contundente contra el rostro ajeno. Se placa con el hombro, pero se golpea con todo lo que uno puede. El asunto va de eso, todos lo hemos hecho. Lo hacemos. Lo haremos.

Tonono pide algodón y agua. Es lo que hay. Algodón y agua. Y si eso no te cura, ya lo hará la vida. En realidad tenemos un botiquín completo, con cánula y todo porque el doctor Saló la trajo cierto día y nos dio un tutorial de cinco segundos y medio sobre cómo sacarle la lengua del esófago a un compañero si le diera por comérsela. Como estábamos a punto de empezar un partido, en el ritual de embrutecimiento, nadie lo miró ni atendió nada. En el botiquín hay muchas cosas, pero ninguna sirve para hacer radiografías a la nariz de un-pilar-que-juega-hoy-de-talonador-porque-quizás-ya-no-pesa-lo-que-debería-pesar-un-pilar-izquierdo. Así que aparte de meterte algodón en el agujero y limpiarte la sangre de las manos con agua para no parecer El Carnicero Bill Cutting (Daniel Day-Lewis en Gangs of New York) no hay mucho más que hacer. Frenar la hemorragia y listo. No es grave, creo. Se acerca el entrenador, que vigila de reojo el campo y hace una sola pregunta: "¿Puedes seguir?". Naturalmente que sí. La nariz no es del cuerpo.

Lo mío suelen ser las cejas. Cejas abiertas como los cortes de los boxeadores, una tontería muy molesta porque hay que detener la sangre o no puedes seguir jugando, y depende del árbitro que te dejen. Esta vez es la nariz, que ya tengo torcida siempre hacia un lado porque un portero despejó de puños en cierta ocasión y no encontró el balón, sino que me encontró a mí. Casi todas las semanas me la retoco un poco con algún golpecito en entrenamientos o partidos. Los golpes que se extravían, caen ahí. Esta vez no se había perdido, venía directo buscándome. Conforme la tarde avanza, y sobre todo a la mañana siguiente, la nariz se me pone como a Jake De Niro La Motta en Toro Salvaje; aparecen unos contrafuertes de carne tumefacta entre los ojos y el apéndice nasal y el puente se inflama y toma un cierto aspecto de aplastamiento. Me miro en el espejo y digo: "Así se la ponen a los púgiles, machote". Los párpados inferiores empiezan a colorearse de una línea cárdena, arriba se diría que me he dado sombra aquí, sombra allá, y que alguien llamó a la puerta en pleno proceso. Y la mirada bizquea. Es un efecto óptico: como todo se ha hinchado, disminuye la distancia entre la nariz y los ojos, que han reducido su tamaño, y parece que estás mirando al centro continuamente. "Un delantero tiene que acabar el partido con la cara marcada", solían decir.

Si la vida fuera una melé, estas cosas no importarían lo más mínimo y yo, desde luego, no me hubiera rasurado la barba porque esa barba me daba un aspecto imponente con el uno a la espalda. Pero luego hay que salir por la calle, ir al bar, puede que hasta aparecer en televisión, aunque ya no. Y luego está tu madre, que generalmente me grita, entusiasmada por cómo mejoro con la edad: "¡Pero qué cosa más guapa tengo!", mientras me besa. Y la frutera, qué ojos tan azules y tan bonitos tienes, maño. Pero ahora tu madre te dice: "¡Córtate ya la barba, marrano!". Te mira la nariz y con cara de reprensión pregunta: "¿No es hora ya de que lo dejes, que tienes 39 años, que algún día te me van a devolver en pedazos?". Una madre es una madre. Cómo explicarle que la vida en la melé es otra cosa. La vida en la melé es la vida en la melé. Cómo decirle: "Mamá, yo quiero ser pilier". Yo quiero tener el aspecto tabernario de los pilares italianos, con sus barbas tupidas, cerradas, amenazantes; y parecerme al oso Adam Jones, ser en el campo un macarra como David Sole, con las mangas cortadas por encima del bíceps para que nadie me agarre de ahí y de paso se me vea el gimnasio; tener cara de malo como Jeff Probyn, ser en el campo igual de intimidatorio y de inteligente que Keith Wood... Cómo hacerle comprender a mamá que yo persigo de forma imposible a Angelito el carnicero, que llegó a jugar con 45 y una vez que lo tuve de pilar izquierdo a mi lado con esa edad, estaba yo de talonador y veía no sólo la pelota que iba a introducir el medio melé, sino también al medio melé de arriba abajo, las laderas del Moncayo, el copete de nieve de las cumbres y buena parte de la provincia de Soria con sus cárdenas roquedas por donde traza el Duero su curva de ballesta, que escribió Machado. Eso es un pilar izquierdo, qué cojones. Y pensaba yo cómo tendría la espalda el pilar derecho del contrario, al que podrían contratar de Quasimodo, seguro, en el próximo montaje sobre el rijoso monstruo de Notre Dame.

El rugby es como andar en bicicleta. Entras en el vestuario, te sientas para empezar a cambiarte, miras a los otros y piensas: "Hala, a pegarnos otra vez: parecía que no iba a llegar nunca el día".

Aniceto Valdivieso dijo...

y ya que estamos este tan poco esta mal:

yo también quiero ser pillier. hubo un tiempo , hace algunos años, que no lo tenía tan claro. hubo un tiempo en el que se me atragantaban los partidos con muchas melés y deseaba jugar las abiertas, correr, fintar. pero de hace un teimpo aquí quiero ser pillier. ahora, ocasionalmente, alterno con segunda, pero yo me siento pillier. la satisafacción que produce salir del campo con la cara marcada, el sabor a sangre en la boca, los pies avanzando a duras penas, peor la mismo tiempo, con la sensación del deber cumplido, es impagable.

desearía tener la cicatriz en la frente de califano, la calva de keith wood, la melena rizada a lo gaby milito que luce adam jones, la barba de castrogiovanni o del escocés craig smith. desearía percutir como lo cicero, desearía ser tan duro como phill vickery, desearía ser tan omnipresente como carl hayman.

en el fondo, creo que dentro del mundo del rugby, no existe admiración mutua tan grande como la que sentimos entre los pillieres. en el fondo, todos nos dejamos barba por tal o cual jugador, llevamos las medias bajadas por el otro, intentamso emularles en neustras percusiones, en nuestras entradas a la meleé.

y en el fondo, aunque lo que jugamos los tristes mortales y lo que juegan ellos se llama igual pero dista mucho de ser ni parecido, somos de la misma raza.

somos orgullosos, sarcásticos pero nobles a la vez, somos fieles, abnegados.somos el alma de los vestuarios, de los terceros tiempos, de las cenas del equipo.

Somos pillieres, y queremso seguir siéndolo hasta que la máquina se nos estropee.

Lydia dijo...

Me gusta más el primer texto que el segundo, no sé, está mejor escrito, con más detalle, con más humor.
Supongo que es porque soy una niña, pero se me ponen los pelos de punta leyendo estas cosas, lo mismo que cuando me cuentas heridas y golpes y melés de tus partidos, ufffffff, duele.
He cambiado de idea o, mejor dicho, he encontrado otra que complementa a la de ser espía. Como dice la canción, mamá, quiero ser artista...