Todo el día pensé que era porque echo de menos a mis chicos, por la soledad del domingo por la tarde sin ellos, que aún me pesaba, por el síndrome del lunes por la mañana,por el eco de sus voces a través del móvil y del ordenador, por el peso de dormir sola en una cama tan grande, fría, por querer luchar contra todos esos sentimientos por Clarita, que se merece a la mejor Lydia cuando está conmigo.
Pero no. Hoy me he levantado con la misma pena casi infinita, en la boca del estómago. Un sentimiento físico que me está acompañando también hoy todo el día, hasta ahora.
La diferencia con ayer, es que ya sé de qué se trata: el cielo. Plomizo, bajo, tristérrimo, me está afectando como hacía años que no lo hacía. Y yo que creía que ya me había acostumbrado, me doy de bruces con la realidad de que no.
Sueño despierta con el sol del que me habla Mathias, con un paseo agradable camino a la guardería o a mis clases, y no este correr con las manos metidas en los bolsillos y el cuello del abrigo subido hasta arriba, aterida de frío. Sueño con un café en una terracita, con un rato en el parque con mis hijos, con el brillo y el color tan diferente que tienen las casas, la gente, los tejados, los parques, los árboles, las horas, los minutos, la ropa, cuando hay sol.
No es pedir tanto.
Este gris lo envuelve todo, y nos atrapa, y cualquier pequeño acontecimiento, una noticia leída en el periódico, una canción oída en la radio, una llamada de Mathias desde Italia, la voz de Tobias a través del ordena, los aprecio a través del prisma de ese color. Maldito.
Sé que de sol no se vive, pero hoy daría cualquier cosa por estar en cualquier otro sitio donde lo hubiera.